La credibilidad es un asunto que preocupa en especial al escéptico. No teniendo la confianza emocional del crédulo ni el desparpajo del cínico, el escéptico está permanentemente preocupado por la credibilidad de los otros pero sobre todo por la suya. La credibilidad no es, por supuesto, la credulidad: con la primera se alude a un conjunto de condiciones que deben satisfacerse para que podamos, así sea en forma momentánea, llegar a confiar. A diferencia del crédulo, el escéptico no da por sentada la buena voluntad de los interlocutores ni la transparencia del discurso. El crédulo se complace, a veces por inocencia y otras por conveniencia, en confiar a pesar del riesgo de ser engañado y en ocasiones buscando autoengañarse. A diferencia del cínico, el escéptico no descarta de antemano toda posibilidad de alcanzar algún grado de credibilidad o de exigirla. De hecho, lo que el escéptico hace es precisamente interpelar el discurso del que enuncia para exigirle que dé cuenta de las condiciones de credibilidad que sustentan lo que dice. El cínico en cambio, se complace en exhibir con mayor o menor desvergüenza su uso ventajista de ciertas situaciones sociales y discursivas sin reparar en lo más mínimo en ninguna de eticidad personal.
Estas tres actitudes (la crédula, la cínica y la escéptica) acarrean diferentes consecuencias en el plano de las relaciones sociales, profesionales e institucionales. El escéptico —no pudiendo confiar de antemano pero impedido a su vez por una eticidad personal de simplemente sacar provecho de las circunstancias—, se encuentra siempre en una situación de tensión con las formas institucionalizadas de poder, se encuentra siempre al margen del poder. No puede por ello alcanzar el asiento seguro de una esfera de relaciones que lo proteja, porque impelido como está a la crítica razonada, cosecha a su paso las antipatías de quienes son objeto de sus observaciones. Pero el escéptico no es un encapuchado, no se oculta tras una máscara para atacar al poder institucionalizado sin verse comprometido por sus ataques. El escéptico es en todo caso cierto tipo de guerrillero. El escéptico no renuncia a alguna forma de idealidad, sólo que esta idealidad no es dogmática sino angustiosa, una idealidad trágica.
El crédulo por su parte consigue rápidamente un lugar dentro de la estructura de poder, un lugar no muy destacado pero seguro. El crédulo es aquel que prefiere imaginar que vive en el mejor de los mundos posibles, y que toda forma de crítica no puede más que provenir de seres resentidos que envidian lo que otros han ganado con transparencia y honestidad. Para el crédulo, la crítica es una enfermedad de los perdedores, de los fracasados y de los que no saben como contribuir al sostenimiento del sistema. El crédulo desprecia y aborrece al crítico porque lo sustrae de su mar de la tranquilidad emocional y le obliga a ver lo que se pudre dentro de la estructura.
En cambio el cínico goza precisamente de aquello que se pudre, sacándole el mayor de los provechos. Su relación con la estructura de poder es simbiótica, mientras que la del crédulo es sólo parasitaria. El cínico aprende rápido las artimañas del poder, las ejercita, las perfecciona y cuando finalmente se ha hecho con algún nicho de influencia, exhibe con desvergüenza los frutos de su conducta. El cínico no desprecia, sino que se divierte con el terco ejercicio de resistencia del escéptico, espera paciente su frustración y si puede le saca algún provecho.
Pero no es en el ámbito de lo individual donde se juega de manera más trascendente la cuestión de la legitimidad, sino en el ámbito de las instituciones constituidas. En especial si las acciones que estas instituciones realizan, comprometen a su vez la credibilidad de terceros. De allí la importancia de que quienes integran puestos de poder en tales instituciones velen por la satisfacción de las condiciones mínimas de credibilidad que legitimen sus decisiones. Si una institución convoca a un certamen público, donde deben medirse y batirse en competencia diferentes actores sociales, los convocantes deben procurar que una vez se dicte el fallo la decisión esté lo más blindada posible. No siempre esto es así, y los principales perjudicados son, en lo inmediato los galardonados y en lo mediato la institución misma.
Recientemente se ha cuestionado la credibilidad no sólo de una decisión concreta, sino también y con ella, a la de los participantes, los jurados, el sentido mismo del certamen y en la avalancha de desconfianza hasta los mismos que denuncian las irregularidades (ya que se esconden detrás de anónimos). En este escenario todos salen perdiendo, menos el cínico que se sigue exhibiendo públicamente para despecho y desgracia de la institución.