Cierto tipo de inclinación afectiva que recibe el nombre de simpatía, supone la participación recíproca en el placer de estar acompañado. La simpatía suspende -en forma transitoria o prolongada- la tendencia a la apropiación y conservación de un espacio de acción personal. Para ello, es necesario que tal inclinación afectiva esté amparada en algún grado de comunión de intereses, preferencias o creencias. Comunión de afectos o de ideas no es por supuesto identidad, admite, claro está, divergencia. Sin embargo, si la simpatía ha de sostenerse en el tiempo será necesario que el sustrato que la hace posible no sea en todo caso incompatible.
El pathos de la asociación conlleva consecuencias en el orden de la interacción social. Los que son poseedores de la simpatía de los otros, reciben los beneficios -actuales o potenciales- propios de una comunidad de intereses: solidaridad, protección, apoyo, cooperación, promoción y por qué no, tolerante complicidad en el error. En este sentido, la simpatía apalanca la acción individual con la intervención oportuna y conveniente de los otros con los que se comparte este beneficio.
La simpatía tiene así una doble dimensión: gregaria y utilitaria. Pero la simpatía por definición supone una actitud discriminatoria que selecciona por exclusión a aquellos con quienes se comulga de los que no. La simpatía no puede ser cosmopolita. No se puede, por amplio que sea el espectro de tolerancia, hacer que la simpatía alcance a todos por igual. Ya que si algún grado de autenticidad hay en el placer de compartir una compañía, reposa precisamente en que aquellos hacia quienes se profesa tal afecto poseen, o se les atribuye, alguna particularidad que los hace merecedores de tal deferencia. La pretensión de ampliar la simpatía más allá de sus fronteras naturales, puede responder, o bien a un ingenuo optimismo idealista o bien a un desvergonzado interés ventajista.
Sólo despojando a la simpatía de su sustrato de autenticidad, es decir, sólo jugando a su apariencia se la puede extender más allá del ámbito de lo privado, capitalizando así en la esfera de lo público los beneficios prácticos que conlleva. La simpatía es una forma de capital, un capital social que puede ser usado como pieza de intercambio en el mercado de las relaciones sociales. Así, hay cultores de la simpatía, o más apropiadamente de su pretensión, de su apariencia exterior. Hay ejercitadores de oficio en el arte de aparentarla, siempre dispuestos abrir los labios y dejar lucir sus dientes ante cualquiera que pueda, actual o potencialmente, serle útil en la consecución de sus intereses. Claro que no basta con sonreír a discreción en el momento oportuno. El acaparador y especulador del capital social que ésta representa, se cuida en especial de no despertar en ningún momento su contraparte afectiva, ese impuesto a la autenticidad personal que es la antipatía de algunos otros. Habiendo vaciado al afecto de su sustrato real, el cínico puede reptar cómodamente entre las más divergentes opiniones y creencias, con tal de garantizar la aprobación del mayor número de potenciales apalancadores.
El cultor de la simpatía es uno que dice lo conveniente, calla lo necesario y sonríe, sonríe todo cuanto puede. Lo trágico es que hubo un tiempo en que se podía escoger, en que era legítimo negarse a entrar en el mercado de las relaciones públicas sin que ello fuese objeto segregación abierta, pero desde que la inteligencia se volvió emocional, el gravamen por no sonreír en una sociedad del marketing es más alto que cualquier antipatía privada del pasado.
El pathos de la asociación conlleva consecuencias en el orden de la interacción social. Los que son poseedores de la simpatía de los otros, reciben los beneficios -actuales o potenciales- propios de una comunidad de intereses: solidaridad, protección, apoyo, cooperación, promoción y por qué no, tolerante complicidad en el error. En este sentido, la simpatía apalanca la acción individual con la intervención oportuna y conveniente de los otros con los que se comparte este beneficio.
La simpatía tiene así una doble dimensión: gregaria y utilitaria. Pero la simpatía por definición supone una actitud discriminatoria que selecciona por exclusión a aquellos con quienes se comulga de los que no. La simpatía no puede ser cosmopolita. No se puede, por amplio que sea el espectro de tolerancia, hacer que la simpatía alcance a todos por igual. Ya que si algún grado de autenticidad hay en el placer de compartir una compañía, reposa precisamente en que aquellos hacia quienes se profesa tal afecto poseen, o se les atribuye, alguna particularidad que los hace merecedores de tal deferencia. La pretensión de ampliar la simpatía más allá de sus fronteras naturales, puede responder, o bien a un ingenuo optimismo idealista o bien a un desvergonzado interés ventajista.
Sólo despojando a la simpatía de su sustrato de autenticidad, es decir, sólo jugando a su apariencia se la puede extender más allá del ámbito de lo privado, capitalizando así en la esfera de lo público los beneficios prácticos que conlleva. La simpatía es una forma de capital, un capital social que puede ser usado como pieza de intercambio en el mercado de las relaciones sociales. Así, hay cultores de la simpatía, o más apropiadamente de su pretensión, de su apariencia exterior. Hay ejercitadores de oficio en el arte de aparentarla, siempre dispuestos abrir los labios y dejar lucir sus dientes ante cualquiera que pueda, actual o potencialmente, serle útil en la consecución de sus intereses. Claro que no basta con sonreír a discreción en el momento oportuno. El acaparador y especulador del capital social que ésta representa, se cuida en especial de no despertar en ningún momento su contraparte afectiva, ese impuesto a la autenticidad personal que es la antipatía de algunos otros. Habiendo vaciado al afecto de su sustrato real, el cínico puede reptar cómodamente entre las más divergentes opiniones y creencias, con tal de garantizar la aprobación del mayor número de potenciales apalancadores.
El cultor de la simpatía es uno que dice lo conveniente, calla lo necesario y sonríe, sonríe todo cuanto puede. Lo trágico es que hubo un tiempo en que se podía escoger, en que era legítimo negarse a entrar en el mercado de las relaciones públicas sin que ello fuese objeto segregación abierta, pero desde que la inteligencia se volvió emocional, el gravamen por no sonreír en una sociedad del marketing es más alto que cualquier antipatía privada del pasado.
3 comentarios:
Muy buen texto, Carlos. No sé si son cosas mías o es cierto que corre una voz ligeramente distinta entre tus letras... Gracias por las reflexiones. Abrazo.
¿Y este texto no tiene dedicatoria? jajaja. Brillantes apuntes hacia una teoría psicológica de... ¿De la sociedad del intercambio social? ¿De la movida literaria venezolana? ¿De una teoría en torno a las ventajas del cinismo?
Grande, en fin.
Excelente y brillante. Lo único que discuto es la perfecta configuración de la individualidad de los actores - a favor o en contra - de la simpatía. Bien es cierto que este elemento no pone en duda la capitalización de las relaciones por determinados actores sociales, pero sí pone en duda que sean actores individuales, o que, estemos hablando de personas perfectamente libres de ventajismo y otros que son ventajistas exclusivamente.
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